En los primeros años de Sevilla Velázquez trabaja en lo que había aprendido allí: el naturalismo tenebrista que se había difundido desde Italia. De su primer maestro Francisco de Herrera el Viejo, un pintor de fama en la ciudad y conocedor de las novedades, pero también famoso por su mal carácter, poco pudo aprender como pintor, le enseñaría la tradición flamenquizante de la pintura sevillana y los ejemplos de la gran pintura del Renacimiento, Miguel Angel y Rafael, en su peculiar y seca versión.
Más importante que eso, y además del ambiente cultural que en su casa se respiraba, fue su apego al natural, visible en los dibujos para el Libro de retratos , una lección que Velázquez no olvida nunca.
En estos primeros años se dedica al estudio del natural y domina las calidades, las texturas de las cosas, que pinta con una técnica tenebrista, dirigiendo un foco de luz fuerte que individualiza y destaca las personas y los objetos con una valor inédito, por humildes o poco importantes que sean.
Los temas más frecuentes son los que pide la clientela sevillana: bodegones, solos o complicados con elementos religiosos o alegóricos, retratos y pintura religiosa. La vieja friendo huevos, El aguador de Sevilla, la Adoración de los Magos, el retrato de la madre Jerónima de la Fuente, la Cena en Emaús, Dos hombres a la mesa o San Pablo (Museo de Arte de Cataluña), son buenos ejemplos de estos temas. El dibujo de Velázquez es ahora preciso y detallado; la pintura es todavía densa y apurada, con atención a los detalles y muy acabada, con recuerdos de Luis Tristán. En los colores predominan los tonos terrosos y las formas tienen la consistencia y la rotundidad de la escultura policromada en la que a veces colaboraban los pintores.
Madrid. 1623-1629 Una vez en la corte, Velázquez tiene a la vista las colecciones reales, bien provistas de pintura veneciana, y ante ellas su estilo sufre varios cambios: siguen predominando las gamas de color ocre, pero la luz y los fondos se van aclarando, mientras la técnica se va haciendo más ligera, de pincelada menos empastada. Así ocurre en algunos retratos reales de estos años o en Los borrachos. Los Borrachos un cuadro de composición, con varios personajes, donde Velázquez demuestra que es capaz de hacer algo más que retratos, "cabezas", como le reprochaban algunos contemporáneos. Situado ya al aire libre y con una paleta más clara que la sevillana, mantiene todavía una iluminación de carácter tenebrista, por lo intensa.
Primer viaje a Italia. 1629-1631. En Italia Velázquez encuentra a los pintores interesados también, como Rubens y él mismo, por la pintura veneciana, a Poussin, a Sacchi y a Pietro da Cortona, artistas de su misma generación. Por entonces ya han superado allí la fiebre naturalista de los veinte primeros años del siglo, y la discusión se centra entre clasicismo y barroco. Bajo estas influencias, bajo la de los pintores del clasicismo romano y boloñés (Guido Reni y Guercino, de una generación anterior), la de Cerquozzi y los bamboccianti, apegados como él a lo real, y bajo la de Rafael y Miguel Angel, a los que copia, sin olvidar el ambiente clásico que se respiraba en Roma, hace La Fragua de Vulcano y La túnica de José, sus cuadros más académicos, en el mejor sentido del término.
Velázquez pinta, con pinceladas más ligeras, grupos mejor compuestos de figuras semidesnudas con magníficos estudios anatómicos y expresando distintos sentimientos, con colores más claros, que recuerdan a otros pintores como Poussin y Sacchi. El espacio ocupa ya un lugar importante dentro del cuadro, la luz es la misma para todos y es más matizada. El dibujo sigue siendo muy preciso y no se olvidan las calidades de las cosas, sean armas, telas o cacharros.
Madrid. 1631-1660: Velázquez ha cambiado su estilo en Italia y desde su regreso hasta el final de su vida, incluyendo el segundo viaje a la península italiana, lo que hace es intensificar los logros y desarrollar las maneras que ha iniciado. A este pintor, tan poco respetuoso con las normas, todos los cuadros le sirven como gabinete de experimentación, pero especialmente los retratos de bufones a los que ni la etiqueta cortesana ni las necesidades devocionales le obligan a mantener un determinado tipo de imagen.
Por un lado se permite una introspección de carácter psicológico enorme y por otro una libertad de pincel que da lugar a imágenes y superficies borrosas que se sitúan, casi como fantasmas, a la vez intensamente reales, en espacios sin definir, que vibran gracias a sus pinceladas y a la transparencia de los fondos. La introspección alcanza puntos culminantes en el retrato del papa Inocencio X, al que le pareció "demasiado real" o en el de su esclavo Juan de Pareja. La creación de ambiente en cuadros como Las Meninas y Las Hilanderas; y la indefinición, el aspecto borroso en Mercurio y Argos o los últimos retratos de la reina Mariana de Austria y La Infanta Margarita de Austria La lección de Tiziano y Rubens se hace patente en sus mejores cuadros, como Las hilanderas, por ejemplo.
Velázquez desarrolla los aspectos más libres de la pintura veneciana y consigue una pincelada ligera, a base de toques sueltos y aparentemente informes que, al verse de lejos, se ordenan como por arte de magia y dan lugar a formas. Un capítulo especial lo constituye la pintura de paisaje en la obra de Velázquez: los fondos de sus retratos ecuestres o de otras escenas de historia y los dos paisajes independientes: las vistas de la Villa Medicis En los dos casos se trata de una visión completamente moderna del paisaje, vista del natural, y en el caso de los dos cuadros pintados en Roma, tomados directamente, algo que todavía no era frecuente entre sus contemporáneos, al menos en cuadros al óleo, solamente en dibujos. Lo inmediato de la visión, la falta de importancia del tema y la libertad técnica hacen de estos cuadros un avance de los caminos que tomará la pintura dos siglos después, con los impresionistas.
PREPARACIONES: Las preparaciones de los primeros años de actividad de Velázquez en Sevilla, cuando pinta la Adoración de los Magos son de tonos ocres, quizá tierra de Sevilla o légamo, como lo denomina Palomino. En la primera etapa madrileña, desde 1623, usa una preparación parecida, frecuente entre los pintores de la corte y conocida como greda o tierra de Esquivias. En algunos casos, bajo ésta, hay una capa de color más blanco, de preparación, mientras la rojiza sería de imprimación. Así ocurre en el retrato de Pacheco o en los primeros de Felipe IV y su hermano, Don Carlos (1188). Esta capa se deja ver debajo de la pintura en algunas zonas, como un color o una entonación más. En otras ocasiones esa capa blanquecina no aparece, por ejemplo en el retrato de Góngora del Prado o en la Cabeza de Ciervo.
Otras veces aparece sobre la base rojiza, no debajo, una capa blanca, como en el retrato de doña María de Austria, donde esa capa blanca ocupa todo el lienzo, o La Sibila, donde sólo afecta a la zona de la cabeza y el rostro, para darles más luz. La preparación de las vistas de la villa Medici (1210 y 1211) es parecida: tierra de Sevilla y encima una capa de blanco. Esto ha hecho pensar que fueran telas preparadas por Velázquez antes de ir a Italia y que llevó con él en su viaje. A partir de la Fragua de Vulcano Velázquez usa siempre la preparación blanca, aunque con densidades diferentes según los cuadros (mínimo en Las Meninas, donde se mezcla con las capas de color y se llega a hacer imperceptible), y aplicada con mayor o menor cuidado (mayor en las pinturas religiosas). Tiziano y Rubens, además de algunos retratistas de corte, usaban este mismo tipo de preparación.
COLORES: Sobre la preparación Velázquez traza las líneas esenciales de las figuras, pocas y muy esquemáticas, como se puede ver en el retrato de Martínez Montañés en la zona del busto en que trabaja el escultor y en otros cuadros, como el Retrato de hombre joven de la Pinacoteca de Munich, los dos sin terminar pero detenidos en distinto momento, uno todavía sin color y otro con algo. Sobre esas líneas básicas aplica el color en una paleta poco variada en pigmentos básicos, pero infinitamente rica en resultados gracias a la variedad de mezclas.
Utiliza sobre todo azurita, laca orgánica roja, bermellón de mercurio, blanco de plomo, amarillo de plomo, negro orgánico, esmalte y óxido de hierro marrón. Cuando está en Italia experimenta con técnicas y materiales de allí: en La túnica de José usa amarillo de Nápoles, que, luego, no vuelve a emplear. Nunca utiliza el verde y las variadas gamas de este color, que vemos en los paisajes, en los árboles, los trajes o los fondos, se consiguen siempre a base de combinaciones de azul. El resultado de las mezclas es una riqueza de matices como La Coronación de la Virgen, que se hace a base de cinco pigmentos básicos, y lleva a la pintura hasta extremos de virtuosismo tales como el retrato de La Infanta Margarita de Austria del Prado.
La técnica de Velázquez en la fabricación de colores no es muy cuidadosa: los pigmentos no suelen estar nuy molidos, la molienda es desigual y sólo en algunos cuadros, como las pinturas de tema religioso y algunos otros cuadros de los años treinta, como Las Lanzas o los retratos ecuestres, se aprecia un mayor cuidado en este sentido. Más adelante, a partir de la segunda mitad de los años treinta, son más gruesos. A Velázquez le preocupa más el resultado final que las recetas de taller que aprendió con Pacheco. Esas sólo son para él un punto de partida, que pronto supera ampliamente, y no un corsé al que ceñirse.
La técnica de Velázquez se va deshaciendo con los años. Desde las pinceladas empastadas y bien trabadas unas con otras de los primeros años sevillanos, como la Adoración de los magos, va pasando, sobre todo a partir de la mitad de los años treinta, a pinceladas cada vez más ligeras y transparentes, menos cargadas de pintura y con más aglutinante, como en San Antonio y San Pablo.
Todo esto permite que se transparenten en superficie las capas inferiores y que, a veces, se puedan apreciar a simple vista las gotas de pintura que han chorreado, como en La Coronación de la Virgen, donde se juntan su manto y el de Dios Padre. A esa pintura suelta y transparente, de pinceladas rápidas y sintéticas, se añaden toques puntuales y precisos, a veces de tamaño mínimo, más empastados, que se aplican en superficie, sobre el color previo para matizar, dar brillos o construir detalles tales como joyas, puntillas, adornos, etc. Otras veces Velázquez restriega con el pincel casi seco para obtener otros efectos, como en los rayos que salen de la cabeza de Apolo en la Fragua de Vulcano o en la Coronación de la Virgen. Velázquez va superponiendo mientras pinta: las manos se pintan sobre los trajes, los cuellos de encaje y las joyas también; unas figuras se superponen a otras, unos objetos tapan otros pintados antes.
Los fondos de los cuadros se pintan después de las figuras, contorneándolas, dejando que se transparente la preparación y haciéndola funcionar como un tono más de los que se aplican, tanto si es un paisaje como si es uno de sus característicos interiores sin marcas de pared o suelo. A veces el fondo no llega a tocar a la figura y queda entre ambos una línea más clara, como un halo, que es fruto de la preparación que ha quedado al descubierto.
La forma de trabajar de Velázquez sin dibujos previos, capaz de cambiar sobre la marcha, y su modo de superponer unas partes a otras, hace que las modificaciones, los arrepentimientos, sean visibles, y en casi todos sus cuadros se pueden ver partes anteriores que han sido modificadas, con más o menos cuidado según los casos: desde el retrato de Felipe IV en pie de 1626 hasta la pierna de Marte, en la que el pintor ha tapado el trozo de manto azul, que antes la cubría, con pinceladas gruesas y transversales a las anteriores.
Los fondos de los cuadros se pintan después de las figuras, contorneándolas, dejando que se transparente la preparación y haciéndola funcionar como un tono más de los que se aplican, tanto si es un paisaje como si es uno de sus característicos interiores sin marcas de pared o suelo. A veces el fondo no llega a tocar a la figura y queda entre ambos una línea más clara, como un halo, que es fruto de la preparación que ha quedado al descubierto.
La forma de trabajar de Velázquez sin dibujos previos, capaz de cambiar sobre la marcha, y su modo de superponer unas partes a otras, hace que las modificaciones, los arrepentimientos, sean visibles, y en casi todos sus cuadros se pueden ver partes anteriores que han sido modificadas, con más o menos cuidado según los casos: desde el retrato de Felipe IV en pie de 1626 hasta la pierna de Marte, en la que el pintor ha tapado el trozo de manto azul, que antes la cubría, con pinceladas gruesas y transversales a las anteriores.
La técnica de Velázquez, por lo libre y poco ortodoxa, no resulta fácil de sujetar a recetas y, por tanto, no resulta fácil de copiar. Sólo unos pocos: Martínez del Mazo, Alonso Cano y Antolínez se basan en su técnica pero no trabajan igual que él. De ahí también que haya pocas copias o falsificaciones, en comparación con otros pintores.